terça-feira, 1 de dezembro de 2015

JUAN GELMAN, TERESA AMY, LUIS MARÍA MARINA | Sobre José Ángel Leyva


1. JUAN GELMAN | Destiempo de José Ángel Leyva

Destiempo reúne poemas de distintas obras del autor escritas a lo largo de casi 20 años, pero no es una antología: es un libro. La muda rebelión de la niñez frente a la muerte sostiene a esta voz continua que recorre con profundidad cabal la distancia entre la poesía y el poema. “La lengua dice y desdice con sus dos costados”, afirma José Ängel Leyva, y encuentra en la vida y en las cosas nombres de su invisibilidad.
Esta antología personal de José Ángel Leyva es peculiar. Va de su libro más reciente a libros anteriores como si este recorrido de casi 20 años propusiera un viaje de regreso al origen de su poesía, a obsesiones primeras que recorren toda su obra. Me resulta imposible una lectura o descripción académica de esta obra llena de esplendor, hablo desde la vida que me da.
 John Donne simbolizaba a la belleza como un círculo, la figura geométrica más perfecta, y escribió ese poema estupendo del compás que dice en el último verso “acabo donde empiezo”. Prefiero la definición de Sor Juana: la belleza era, para ella, una espiral de giros cada más altos y más amplios en los que la misma materia, el mismo punto, la misma obsesión se mira desde otro lugar, más elevado, más rico y diferente. Así es el mester del poeta y de ahí su insatisfacción con lo escrito, hecha, tal vez, de la espera de una expresión más justa de lo mismo. Nunca la alcanzará y seguirá buscándola y encontrándola como montado –según la poesía árabe clásica-- por un demonio que le exige escribir lo que la lengua no dice todavía.
Las obsesiones centrales de José Ángel no son momias, sino un combate que transforma. “Y aunque somos la misma persona/ya no somos los mismos/después de interrogarnos escuchando/y luego despertar/sin oír/nada”, dice en un poema de Entresueños, libro del 1992. “Voces no natas  discuten en su oído”, dice en un texto de Aguja, publicado 17 años después. Son los enigmas que atormentan a cada poeta de verdad y José Ángel  busca “el doblez del verbo”, dice en Catulo en el destierro, ese libro extraordinario que publicó en 1993. ¿Qué es la palabra?, se pregunta José Ángel. ¿Qué dice y cuánto calla? Su volcán interior “sacude la casa donde duermen las fieras y las armas”.
   Este maestro diseña una figura muy precisa del trabajo del poeta: “Con el puñal abro caminos/sigo la jungla de borrones/que se enredan en mi historia” (Entresueños). Porque hay que entrar en sí mismo con un puñal o un machete para segar las malahierbas que el mundo y nosotros mismos hacen crecer en nuestro interior. Sólo así el desconocido que yace en el fondo del poeta puede hablar. El desconocido de José Ángel, el “otro”, el que lo escribe, dice que “hace tiempo empuña el lápiz como daga”
   José Ángel pelea contra la muerte desde su infancia. “No fui niño”, dice. “/por miedo a la muerte agazapada. /Acaso el silencio estaba en las uñas que nunca mastiqué” (Destiempo). Pero “su ayer es hoy entre nosotros”. Es “la vida le pasa sin soñar dos veces”, su “estar sin ser”, un mundo espiritual que nos llena de nuevos universos que teníamos sin saberlo y sus poemas despiertan.
   Querido maestro, necesitamos que siga buscando la palabra que nunca encontrará: su camino está iluminado por joyas del invisible desencuentro.


2. TERESA AMY | La poesía de José Ángel Leyva

Primero conozco la poesía de José Ángel Leyva y luego, recién, me entero de algunos datos de su biografía. Que nació en Durango, México, en 1958, de donde resulta, con precisión aritmética que no tenía más que diez años en la ebullición del 68. Es curioso ya que de ese tiempo podría hablar uno de sus versos: "Nos da a morder su aroma/ nos comen sus delicias". Por eso tal vez es que la poesía debe mirarse sin otros filtros.
Así la miro, entonces. La siento más que fuerte, poderosa. Me conmueve “Hermano padre”, así como “Silvestre Revueltas”. Me sorprende la calculada virulencia de “El espinazo del diablo”, me refiero al poema, pero también al libro, obra por demás magnífica. De ahí procede el verso citado líneas arriba. Como bien dice la introducción de Duranguraños, que recopila parte de su poesía:  "La geografía imposible del alma está dibujada aquí..."  Sigo con Duranguraños entre mis manos, internándome en sus páginas. Veo que “El alacrán” es una pieza de alta poesía, muy lograda, que me hace pensar como en una pintura evocadora. El poder evocador de la poesía. Aquí el poema se libera de la intención el autor y se vuelve una evocación de los alacranes que yo veía en una casita de piedra y cal que tuve en el medio de la nada, en una de nuestras playas más alejadas, muy al este,  en un barranco sobre el océano. Allí entre unas piedras, pero adentro de la casa, vivía una familia de alacranes, a los que yo les temía con todo horror, por supuesto, pero a los que terminé acostumbrándome. Y los observaba, con sus pequeños hijos. Como si de ellos hablara sigue diciendo José Ángel: "Es la piedad herida de impotencia/amargo aguijón de la ternura". Hermosísima imagen, al igual que todo el poema, uno de mis preferidos en ese libro. El final resulta magistral: “No habrá culpa ni dolor/ de haber ganado el tiempo/ en cada trozo del amor materno”.
El libro se llama Duranguraños y también “Duranguraños” se llama uno de los textos que lo integran. Ese poema me estremece con su tenor emotivo de las evocaciones. Es algo que aparece en muchos poemas de la recopilación, pero allí, en ese poema, me hace detener. Al pensar un poco más en qué es eso que evoca en mi memoria poética, llega el nombre de Boris Pasternak. El poeta ruso le dice, en una de las cartas de julio del 26, a Marina Tsvietáieva: "Dios, cuán hondamente amo todo lo que no fui y no seré..."  La fuerza y la dulzura, pero la desolada fuerza de Pasternak, aunque en el caso de José Ángel con la vitalidad de la sangre antigua y renovada. Ya no puedo dejar de leer. Cuando evoco lo que he leído, en una pausa, retengo que “Naranjas en la nieve” me ha encantado; también queda la convicción de que un pintor le envidiaría a José Ángel su bellísimo “Parque Guadiana”, tal vez el mismo que pintara el cuadro inspirador... En cuanto a los puentes, es imposible no percibir ecos homéricos que resuenan en “Sangre enemiga” y en “Los escombros del alba”, del libro Los Versos del Guerrero...
En mi mesa de lectura también hay otro libro, ya por fuera de la antología Duranguraños. Se trata de Aguja, bellamente editado por Aullido. Ahí leo “El Dios Murciélago” y de nuevo las evocaciones de experiencias que están fuera del alcance de las intenciones del poeta. Si antes fueron los alacranes, acá es esa pieza precolombina que con tanto temor y veneración vi  en el Museo de Antropología de Ciudad de México. Fue curioso haberme quedado sola en esa sala, sin más visitantes que yo misma, y ver cara a cara el peso de esa presencia, que sólo técnicamente puede considerarse una “pieza” y que en verdad es una encarnación de algo otro, que no siempre se llega a comprender. Ambos libros tienen que ser leídos otra vez, y releídos de nuevo, única manera de leer de verdad poesía. Poesía de verdad, con espesor. Y  una espesura que guarda el alma de las cosas. 


3. LUIS MARÍA MARINA | El mundo de otro mundo

Hay en la poesía de José Ángel Leyva una querencia natural por la función creadora del lenguaje. Aquella que le lleva a emprender el camino siempre espinoso de la sabiduría; a descender después para, con el conocimiento trabajosamente adquirido, mezclarse con sus iguales; y, una vez entre ellos, a entregarse en cuerpo y alma a la única tarea que cabe al poeta contemporáneo: la restitución a la existencia, hic et nunc, de la salud, del ardor mismo de la vida. Al Hölderlin que formula el ya canónico wozu Dichter? (“¿Para qué poetas?”), Leyva no lo ha bajado de ningún zócalo, sino que lo lleva dentro de sí y con él dialoga permanentemente. El poeta no entona el wozu Dichter? por la misma simple e inefable razón que ningún dios responde a la razón de su existencia. La función del poeta de Aguja es genialmente soberbia. Si los dioses nos han abandonado, nos queda el mundo. Y si el mundo se nos cae a pedazos, mejor; rehagámoslo con la misma fuerza creadora que impulsó a los dioses. Rehagámoslo siempre, sin descanso, hasta caer muertos.
Aguja es, por tanto, una sucesión de mundos, o, mejor, el hallazgo del mundo que yace tras el mundo. Sus estancias son poemas, pero también “pasajes” en el sentido, claro, de Benjamin. Erizos que se proponen, se contienen y se agotan a sí mismos. Y que, no obstante, se comunican por medio de pasajes ocultos con cada uno de sus vecinos, consiguiendo el milagro de que la suma de cuarenta y nueve erizos tenga como resultado un nuevo erizo, numerado con el cincuenta, que contiene por arte de alquimia pura a todos los anteriores.
Las herramientas con que Leyva forja sus mundos son variadas. En ciertos pasajes, opera sobre la propia realidad, aplicando un bisturí sutil. Extirpa la gris costumbre de la realidad para en su lugar colocar la sorpresa multiforme que perciben los ojos alucinados del curioso impenitente que a todos y a todo interroga. Así en poemas como "Nagual 7": “entonces/ cuando dejas de ser/ eres el mismo” o Nagual 9, que concluye con el magnífico verso “es tiempo de emigrar a otro verano”. O bien recurre a la imagen deslumbrante, arriesgada (“nubes transgénicas”, “máscara de espuma”), que no encuentro en los poetas mexicanos de su generación porque viene de otro lugar, de un António Ramos Rosa. O, simplemente, aplica una casi imperceptible cirugía estética, caso de "Agosto", poema extrañamente luminoso que niega la noche en que vive, desde Baudelaire, el poeta citadino y afirma la posibilidad de que la luz bendiga a la ciudad. Un poema que, como decía Eugénio de Andrade, dice las dos o tres palabras que lo dicen todo, al decir lo esencial, siendo lo esencial decirse a sí mismas.
En otros pasajes, el poeta deja los trastes del cirujano y se tiende en la mesa de operaciones. Todo, entonces, punza. Proliferan buñuelianas navajas que, al rasgar la retina, rompen el velo que nos impide contemplar la realidad. Vuelan lorquianos cuchillos, dagas, agujas, siempre de doble filo, que hienden la carne, pero también zurcen las heridas. Zumban los mosquitos, “metralla… en el ritual de la sangre”. Desgarran los dientes, causando en la carne una “hemorragia del no ser”. Edipo comparece armado con los broches del vestido de Yocasta para obsequiarnos con el espectáculo de su ceguera. Y aún Tarzán, un lastimero Aquiles desarmado por la urbe, blande sin objeto su mísero cuchillo.
Al cabo, el poeta se desprende de la máscara y se muestra en todo su ruinoso esplendor: espléndido “poeta cenizo” (versión gore de uno de los poemas de El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, aquel que comienza “Desde la ventana más alta de mi casa / con un pañuelo blanco digo adiós / a mis versos que parten hacia la humanidad”). Y, una vez en escena, se declara dispuesto a iniciar la vida con el solo poder de su palabra. En "Imagen" escribe: “En plena abstinencia de figuras tuve un sueño (…) El verbo fue primero / luego, la imagen valió más que mil palabras”. En "Dioseros", “abre la puerta del lenguaje” para volver, desnudo, al principio. El mundo puede (y debe) ser re-creado. Y al re-crear el mundo, se re-crean los espíritus gemelos con una peculiar modulación. “Alguien me ha dicho que traigo el diablo adentro”, confiesa el poeta, y descubrimos entonces que, triple salto mortal, el Johann Faust contiene ya de serie a su Mefistófeles, que el poeta, auténtica “máquina soltera” en el sentido de Duchamp, si quiere entablar negociaciones con el de abajo sólo necesita hablar consigo mismo.
Vamos terminando. Una finalidad sin fin. Al diseccionar nuestra capacidad cognitiva Kant nombra, de paso, la esencia misma de la Poesía. Una finalidad sin fin. Un propósito gozoso y autorreferencial que se justifica a sí mismo. Todos y cada uno de los pasajes, todos y cada uno de los mundos de Aguja comparten esa característica común: son prisiones gozosas, mundos habitables. Lugares donde somos invitados por el anfitrión, ducho y generoso, a quedarnos a vivir. Lugares donde descansar, morosamente, entre las letras. Tomo el guante que el poeta lanza, generoso, en mitad de la plaza. Con su permiso, en el misterioso doble filo de esta Aguja, me quedo a vivir.




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Página ilustrada con obras del artista José Luis Ramírez (México, 1981).






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