quinta-feira, 1 de dezembro de 2016

FERNANDO DENIS | Dante Gabriel Rossetti o la gótica soledad de las palabras


Imagino a Dante Gabriel Rossetti dilucidando la literatura como una disciplina del espíritu, un telar de los sentidos, el viaje ilusorio de un sombra con una lámpara en la mano, el portentoso trasegar de una lengua y sus afectos.
La poesía es la imagen y su laberinto, su infinita búsqueda interior, explorar hacia el fondo de las palabras, hurgar con una escobilla en ellas hasta dar con la forma de todos los sentidos, la forma de la vida.
La pintura del poeta Rossetti no es más que el sueño alcanzado por las formas que envenenaron las palabras de un esplendor antiguo.
Dante Gabriel Rossetti era hijo de un poeta y disidente político, Gabriele Rossetti, que se refugió en Londres y tradujo La divina comedia de Alighieri, y allí se casó con Frances Polidori, hermana del médico de Lord Byron, John William Polidori.
Dante Gabriel Rossetti creció en un ambiente familiar próspero y demasiado culto. Sus hermanos eres tres: Cristina Rossetti, famosísima poeta británica, novia además del pintor prerrafaelita James Collison; Maria Francesca Rossetti, monja anglicana, que escribió un estudio sobre Alighieri, y William Michael Rossetti, crítico literario de su época, vocero de la hermandad prerrafaelita, quien, además, haría la edición de la poesía completa (the poetical work) de Dante Gabriel Rossetti en 1897, la cual he utilizado para esta conferencia.
Dante Gabriel Rossetti hizo estudios de idiomas en el King`s College School de Londres y más tarde emprendería las traducciones de los poetas primitivos italianos y de la vita nueva; luego editaría un bello ejercicio editaría titulado Dante y su círculo.
Con los pintores William Holman Hunt y John Everet Millais fundò la hermandad prerrafaelita en 1848, doctrina irreverente que tenía la intención de demostrar que Raphael no era el apogeo ni la cumbre de la pintura sino su decadencia. Por eso optaron por escoger temas medievales. Son suyas las fechas de 1828 a 1882. Durante ese tiempo vivió, y fue para la gloria de Inglaterra una de los mentes más prodigiosas, más sensibles y más talentosas del siglo diecinueve victoriano. Borges decía que Rossetti superó en algunos aspectos a Shakespeare. Y no sólo eso, tuvo la audacia de pintar a las mujeres más hermosas del mundo.
Teólogo de las sombras, genio de una virtud ensimismada y cautelosa, Rossetti es dueño una fascinación oscura hacia el lenguaje, de una conciencia verbal capaz de resistir todas las tormentas con sus locuaces metáforas, sus palabras están ebrias de opio y soledad, de un misticismo enfermizo y doloroso donde el corazón no tiene sosiego, donde la vida busca amparo en sus propios colores. Sus poemas están manchados de pintura, de imágenes que luego sobrevivirían en sus cuadros más famosos.
Chesterton, en ese impecable humor inglés que lo caracterizaba, dijo de él que era demasiado buen poeta para ser un buen pintor, y demasiado buen pintor para ser un gran poeta.
Sin embargo, la lucidez y el encanto que acompañó a Rossetti toda su vida, ese hado misterioso, atiborrado de sueños y de enormes delirios, ese inquietante talento para conmover a los duendes de la escritura y de la historia del arte, esa avasalladora perturbación que sentía por la belleza, es también el testimonio vívido de un ser sobrenaturalmente maravillado, de alguien que está dispuesto a darlo todo por una puesta de sol, como lo haría William Turner, o por el encanto de unos fogosos cabellos rojos iluminando las penumbras de un bosque bajo el dolor de los pinceles.
Rossetti tenía debilidad por las mujeres de fogosos cabellos rojos. Conoció a Elizabeth Siddal, una muchacha de carácter difícil, con bastantes complejos, pero de una gran sensibilidad y una inaudita belleza que lo obsesionó hasta sus últimos días; fue ella la musa que posaría para sus cuadros, y que inspiraría algunos de los poemas más importantes de la literatura inglesa. Sería ella la que posaría para muchos de los cuadros del séquito de sus amigos prerrafaelitas, la misma que posaría horas enteras luchando con el frío de una bañera para el inmortal cuadro de Millais sobre la Ofelia de Shakespeare.
Elizabeth Siddal era de una belleza angelical, demasiado delicada, de rizados cabellos rojos y una inquietante palidez como las novias de Edgar Allan Poe, que además de ser la modelo ideal, tenía talento para el dibujo y para la poesía. La joven musa del poeta terminaría suicidándose con una sobredosis de cloral, una especie de opio líquido. Esa crisis le vino después de haber tenido un niño muerto. En esa época era bastante común que las mujeres tomaran láudano para combatir los animalitos del insomnio. En el decurso de esa muerte, hay un episodio memorable, digno de ser recordado; fue en la larga noche de la bella Elizabeth Siddal hacia el sepulcro, cuando Rossetti, en un acto de expiación o de culpa, puso un cuaderno de poemas manuscritos escritos por él en el pecho de su amada muerta, quizá sus mejores poemas, y con ella se fue ese cuaderno a la tumba. Quizá al otro mundo.
El resto lo cuenta Borges:

A los tres o cuatro años de la muerte de la mujer, sus amigos se reunieron para conversar con Rossetti: le dijeron que él había ejecutado un sacrificio inútil, que a su propia mujer no podía agradarle el hecho de que él hubiera renunciado deliberadamente a la fama, quizá a la gloria que le traería la publicación de ese manuscrito. Entonces Rossetti, que no conservaba copia de sus versos, cedió. Y después de algunos trámites no muy agradables, logró permiso para exhumar el manuscrito que había puesto sobre el pecho de su mujer. Naturalmente, Rossetti no asistió a esa escena digna de Poe. Rossetti se quedó en una taberna, emborrachándose. Y mientras tanto los amigos exhumaron el cadáver y lograron –no era fácil porque las manos estaban rígidas y cruzadas- , pero lograron salvar el manuscrito. Y el manuscrito tenía manchas blancas de la putrefacción del cuerpo, de la muerte, y ese manuscrito se publicó y determinó la gloria de Rossetti.

Esta gótica escena de la vida de Rossetti, que pareciera haber sido escrita por Mary Shelley o por Lovecraft, tiene todos los matices de su época, tiene todos los climas de ese paraíso victoriano frecuentado por el doctor Jekyill y Mr. Hide y también por Jack el destripador.
Aunque Londres giraba hacia un gran desarrollo social y científico, detrás de la aristocracia que revestía de esplendor los grandes salones, esa penumbrosa mentalidad jugó un papel importante en la letras inglesa, en la noche de ese Londres atiborrado de presagios, con sus calles atestadas de fantasmas, con sus cementerios visitados por borrachos y por poetas, con sus laberinticos callejones donde se establecía el comercio con las putas y con las sombras. En ese Londres enrarecido por el caos y por el miedo de donde surgieron algunos de los mejores poemas del mundo, también surgiría de la penumbra de sus calles un muchacho que en la madrugada atravesaba todo aquel infernal paisaje lleno de almas tormentosas para llegar a la fábrica de betunes donde trabajaba: ese joven con cachucha y mal vestido, al que se podría confundir fácilmente con un gamín, más tarde se convertiría en Charles Dickens, el mejor narrador que ha dado Inglaterra.
Esa era la memorable ciudad donde también escribiría Robert Louis Stevenson La Isla del Tesoro, donde Bram Stoker escribiría Drácula, la más recordada novela de terror, donde Robert Browning escribiría El anillo y el libro, uno de los más complejos, extensos y memorables poemas de todos los tiempos, donde Lord Alfred Tennyson escribiría para siempre aquel memorable poema titulado Ulises. Así comienza:

De nada sirve que viva como un rey inútil
junto a este hogar apagado, entre rocas estériles,
el consorte de una anciana, inventando y decidiendo
leyes arbitrarias para un pueblo bárbaro,
que acumula, y duerme, y se alimenta, y no sabe quién soy.
No encuentro descanso al no viajar; quiero beber
la vida hasta las heces. Siempre he gozado
mucho, he sufrido mucho, con quienes
me amaban o en soledad; en la costa y cuando
con veloces corrientes las constelaciones de la lluvia
irritaban el mar oscuro. He llegado a ser famoso;
pues siempre en camino, impulsado por un corazón hambriento,
he visto y conocido mucho: las ciudades de los hombres
y sus costumbres, climas, consejos y gobiernos,
no siendo en ellas ignorado, sino siempre honrado en todas;
y he bebido el placer del combate junto a mis iguales,
allá lejos, en las resonantes llanuras de la lluviosa Troya.

Ese Londres inquietaba en la penumbra de la historia de los prerrafaelitas. Rossetti, en cambio, vivía en una metáfora de la belleza, más allá de las mujeres y los colores que atormentaron su vida. Amó a muchas, y a todas las confundía con las diosas de la mitología griega, con mujeres que se apagaban en las líneas de Shakespeare, con Helena de Troya o con alguna de las amazonas de los bosques ingleses como la reina Ginebra.. Sus poemas tienen una constante del desarraigo emocional que lo invadía, la soledad y la oscuridad que lo acecharon siempre, serían el telón de fondo para una de las más trágicas historias de todos los tiempos, y a la vez, uno de los momentos estéticos más bellos de todos los tiempos.

LUZ REPENTINA

Yo estuve aquí antes,
no sé decir cómo y cuándo:
conozco el prado detrás de la puerta,
el dulce aroma penetrante,
los sonidos susurrantes,
las luces a lo largo de la costa.
Tú has sido mía antes;
no sé decir hace cuánto:
pero apenas esa golondrina remontó,
y giró tu cuello, algún velo cayó;
y lo supe al instante.

¿Había sido así antes?
¿No será que el vuelo concéntrico
del tiempo restaure nuestras vidas,
nuestro amor, a pesar de la muerte,
y nos traiga otro deleite noche y día?
Ahora, entonces, ¡con fortuna otra vez!
¡Duerman mis ojos la agitación de tus cabellos!
¿No yaceremos como hemos yacido,
y así, por amor de Amor,
el dormir y el despertar
no rompan ya sus cadenas?

Este es uno de los poemas más famosos de la lengua inglesa. La sensación de estar profetizando el pasado, es muy recurrente en Rossetti. En su palabra hay un sinfín de asombros, de temperamentos, de giros inesperados, de anónimas sensaciones que minan la conciencia del lenguaje, de sortilegios, de magias, de un misticismo abyecto y sobrenatural que se esconde en el interior de sus paisajes, de un dolor estético, profundo, que hiere incluso a sus propias palabras.
Borges describe la poesía de Rossetti de manera tajante: “En toda la obra de Rossetti se respira un ambiente de invernáculo, de belleza enfermiza. El más famoso de sus poemas, la doncella bienaventurada, es la historia de una muchacha que está en el cielo y qué, inclinada sobre la baranda de oro,, espera, y esperará para siempre la llegada de su amante. La revelación es gradual; el paraíso linda con la pesadilla”.
Sin embargo, el poema que más me impresiona de Rossetti se llama Hermana Helena. Es un texto impregnado de mucha magia, de versos que llevan una música visceral, incesante, y mientras el poema va in crescendo, sentimos que algo se mueve en la atmósfera de nuestra mente, que algo está ocurriendo en nosotros, que algo extraño está moviéndose en alguna parte, y que somos parte de ese asombro, que una fuerza sobrenatural está llevando las palabras hacia un caos inevitable, hacia una insospechada maldición. Es sin duda un poema gótico, sus versos son los más extraños y conmovedores, y en ellos se respira una atmósfera enfermiza, parecida a las crea Emily Bronte en Cumbres Borrascosas, la trágica historia de amor entre Catherine y Heatcliff. A propósito, Rossetti al terminar de leer esta novela escribió: “La acción transcurre en el infierno, pero los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses”.
No creo que haya un poema más extraño, más elaborado, más cadencioso, más original, y con tantos embrujos que Hermana Helena. Este poema me inquieta, reclama toda mi atención. Sus imágenes son vívidas, envenenan al lector. Todo el poema está contaminado de magia.

-¿Por qué derretiste el hombre de cera, hermana Helena? El de hoy ya es el tercero.
-El tiempo era lento, y sin embargo corría, hermanito.
(¡Oh Madre, madre María, hoy hace tres días entre el Infierno y el -Cielo!)

-Pero si ya has terminado, hermana Helena, ¿me dejarás jugar, como lo prometiste?
-Juega silenciosamente esta noche, hermanito.
(¡Oh Madre, Madre María, hoy es la tercera noche entre el Infierno y el Cielo!)
-Dijiste que debía derretirse antes de las vísperas, hermana Helena; si ya se ha derretido, todo va bien.
-Asi es. No, calla; no se puede saber, hermanito.
(¡Oh Madre, Madre María, qué es esto, entre el cielo y el infierno!)
-¡Oh, el caballero de cera era hoy el más grueso, hermana Helena!;¡cómo ha caído, cómo caen los muertos!
-No; qué sabes tú de los muertos, hermanito?

Este es apenas el comienzo de un largo poema extraordinario. Es la desaforada historia de amor de una muchacha y el ilustre caballero llamado Keith de Ewern, hijo de un barón. Este hombre apuesto se marcha y no regresa. La muchacha queda sola, embargada en un dolor inmenso, y la historia del poema es precisamente la historia de su venganza. Está en una casa azotada por los vientos y junto a un bosque hablando con su hermanito. El poema son estos diálogos magistrales, mientras ella, en pleno acto de brujería, derrite unos muñecos de cera, donde, seguramente, agoniza el alma de su amante. Lleva tres días en la cama agonizando, suplica, la llama a ella en su agonía, dice que anhela la muerte. Llora y suplica. Le envía mensajeros a la muchacha, y un anillo y una moneda partida, y le pide que recuerde las orillas del Boyne, el rio donde se juraron amor, donde compartieron los secretos. Entre los que llegan a la vieja casona están los amigos, el hermano, y el propio padre, el poderoso barón, que lanza súplicas, de rodillas en medio del camino, para que ella retire la maldición y el alma de su hijo amado pueda descansar en paz. De golpe doblan las campanas, y el hermanito dice que suenan más fuertes que el toque de vísperas. La hermana le contesta que no es el toque de vísperas, que doblan las campanas por un muerto. Luego el niño dice que han ayudado al anciano a incorporarse y se va, marcha por el camino neblinoso. Pero es más largo el camino hacia el cielo o al infierno. Los muñecos de cera caen uno tras otro y las llamas se consumen.
Este poema, Sudden Light, aparece fragmentado en la novela De sobremesa, de José Asunción Silva. En dicha novela el poeta Silva menciona muchas veces a Rossetti, y se nota en la prosa contaminada de poesía que busca crear efectos para impresionar con el decorado, los ambientes, los paisajes y las atmósferas decimonónicas de los cuadros prerrafaelitas.
Otro poeta colombiano que escribió bajo la sombra tutelar de Rossetti, fue Porfirio Barba-Jacob. Su poema El espejo comienza así:

¿Mi nombre? Tengo muchos: canción, locura, anhelo.
¿Mi acción? Vi un ave hender la tarde, hender el cielo…
Busqué su huella y sonreí llorando,
Y el tiempo fue mis ímpetus domando. ¿Mi nombre? Tengo
Muchos: canción, locura, anhelo.

Y un poema de Rossetti comienza así:

Mírame a la cara, mi nombre es Pudo Haber Sido,
También me llaman Nunca Más,
Demasiado Tarde y Adiós.

He citado, sólo de pasada, a dos poetas colombianos que han bebido de las fuentes más puras de la poesía de Dante Gabriel Rossetti, que han recibido su influjo. Es imposible abstenerse a esa implacable debilidad después de haberlo leído. Sólo he citado a dos, pero podría citar a muchos ya que es imposible no encontrar una corriente posterior a Rossetti que no haya sido contaminada por el prerrafaelita. Poetas como Leopoldo Lugones, Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Amado Nervo, Gustavo Adolfo Bécquer; o los ingleses Ted Hugues o el grandioso Robert Graves. De este último quiero citar un poema: 

EL ROSTRO EN EL ESPEJO

Ojos grises absortos, clavando distraídos la mirada
desde anchas órbitas dispares; una ceja colgando
un poco sobre el ojo
por una esquirla alojada aún
bajo la piel, como un recuerdo de guerra.
Nariz torcida y rota -un recuerdo del rugby-
mejillas surcadas, pelo áspero y gris flotando frenético,
frente arrugada y alta,
prominente quijada, orejas grandes, maxilar de púgil,
pocos dientes, labios llenos y rojos, boca ascética.
Me detengo con la navaja en alto, rechazando con burla
al hombre reflejado cuya barba exige mi atención,
y una vez más le pregunto por qué
aún está dispuesto, con la soberbia de un joven,
a cortejar a la reina en su alto pabellón de seda.

Rossetti amó a muchas mujeres. Le fascinaban las mujeres de encendida cabellera roja. Además de su amada esposa, Lizzie, tuvo relaciones secretas con una mujer pelirroja tan grande que le puso de apodo “El Elefante”. También fue amante de Jane Morris, la esposa de uno de sus mejores amigos, William Morris, escritor y el gran innovador de las artes decorativas de su tiempo, dueño de una imprenta y también miembro de la hermandad prerrafaelita. Después del suicidio de Lizzie Siddal, fue Jane Morris quien lo ayudó a soportar la vida hasta sus últimos días. Rossetti, ese ser talentoso y desventurado, agobiado por el alcohol, el insomnio, la neurosis, la insoportable soledad, terminó suicidándose curiosamente de la mismo en que se mató su amada esposa, injiriendo una sobredosis de láudano, en una casa quinta, donde había un patio con canguros y otros animales raros.
Soy de los pocos poetas que ha profesado una verdadera admiración hacia Dante Gabriel Rossetti. Y por azar, porque los libros siempre dan con su lector, cayó a mis manos un libro que contenía algunas clases de había dictado Borges en la universidad de Buenos Aires. La clase número 20 dedicada a Dante Gabriel Rossetti, Borges hace referencia a una extraña tela pintada por Rossetti y titulada “How they met themselves. Citaré literalmente lo que dice Borges sobre dicho cuadro.
“Me olvidé de decir que la luna de miel la había pasado Rossetti en París con su mujer, y que ahí pintó un cuadro muy extraño, dado lo que ocurrió después, y dado al carácter supersticioso de Rossetti. La tela, que no tiene –me parece- mayores méritos pictóricos, y que está en la Tate Gallery o en el British Museum, no recuerdo, se titula: “How they met themselves”, “Como sé que se encontraron consigo mismos”. No sé si ustedes saben que hay una superstición que se ha dado en muchos países del mundo, la superstición del doble. En alemán el doble se llama Doppelgânger, viene a ser el doble que camina a nuestro lado. Pero en Escocia, donde la superstición perdura todavía, se llama “fetch”, porque fetch en inglés es buscar, y se entiende que si un hombre se encuentra consigo mismo, eso es indicio de su propia muerte. Es decir, esa aparición del doble viene a buscarlo. Y hay una balada de Stevenson que se llama “Ticonderoga”, cuto tema es el fetch. Ahora, en el cuadro de Rossetti se trata, no de un individuo que se encuentra consigo mismo, sino de una pareja de amantes que se encuentran consigo mismo en el crepúsculo de un bosque, y uno de los amantes es Rossetti y el otro es su mujer. Ahora, nunca sabremos por qué Rossetti pintó ese cuadro. Puede haber pensado que pintándolo él alejaba la posibilidad de que le ocurriera, y también podemos conjeturar –aunque no haya ninguna carta de Rossetti que lo justifique-, que realmente Rossetti y su mujer se encontraron consigo mismos, digamos, en Fontainebleu, o en cualquier otro lugar de Francia. Los hebreos tienen esa superstición, la de encontrarse con un doble. Pero para ellos, el hecho de que un hombre se haya encontrado consigo mismo no significa su próxima muerte, significa que ha llegado al estado profético. Hay una leyenda talmúdica de tres hombres que salieron en busca de Dios. Uno se volvió loco, el otro murió y el tercero se encontró consigo mismo”.
Cuando yo era muy joven, un muchachito de la provincia y habitaba en la Ciénaga Grande de Santa Marta, en ese paraíso ecológico que serviría de fondo para las cuentos de García Márquez, yo escribí un poema extraño también, basado en esa tela de Rossetti de la que hablaba Borges.

LOS QUE SE ENCONTRARON

                                   De una tela de Dante Gabriel Rossetti

Buscando la última luz del crepúsculo
nos internamos en el bosque.
Dicen que en ese árbol milenario dormía Merlín,
que las más bellas (también las que se despertaban
en sus tumbas) venían a ver su sueño.
El árbol ardía en fosforescentes azules como su traje,
como sus ojos. Arriba la luna se dibujó, perfecta.
Su largo reflejo sobre el río de escarcha y de tiempo
nos dolió en las pupilas. Arrojamos piedras, barcos, monedas.
Ella me dijo: “Las estrellas son guerreros de luz
que resplandecen sobre nuestro destino”.
La noche nos cercaba con sus sombras y sus delirios
como un gran óleo, como una tela del Renacimiento.
Y yo pensaba en su cara, su cabellera resplandeciente
y rojiza como el fuego.
Imaginé que caminábamos en la orilla de un poema anónimo.
  Cortamos por un sendero de robles frondosos,
después por un claro del bosque que nunca había visto.
Sentí que el universo no avanzaba con nosotros,
que se detenía.
Apareció ante nosotros una imagen de los dos,
como en un sueño. Detrás de los árboles aparecieron
un hombre y una mujer idénticos a ella y a mí,
como un espejo. Y ella se desmayó entre mis brazos,
aún no sé cuál de las dos.



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FERNANDO DENIS (Colombia). Poeta, ensayista y editor. Sus libros más recientes son La mujer que sueña en las murallas (2012), Los mosaicos de Babilonia (2016), Los cinco sentidos del viento (2016). Es creador y director de la colección ZENÓCRATE de literatura hispanoamericana. Página ilustrada con obras de Kenichi Kaneko (Brasil), artista invitado de esta edición de ARC.



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Agulha Revista de Cultura
Fase II | Número 22 | Dezembro de 2016
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